sábado, 24 de octubre de 2015

COMPETENCIA CULTURAL






En sentido amplio la cultura puede ser entendida como el patrón integrado de conductas humanas –pensamientos, comunicación, prácticas, costumbres, creencias, valores, instituciones, etc. de grupos específicos definidos por dimensiones como la etnia, género, nacionalidad, status socioeconómico, opción sexual, religiosa o política, etc. Por su parte, la competencia se refiere, con carácter general, a la habilidad para funcionar eficazmente. 


En consecuencia, se puede definir competencia cultural como el conjunto de conocimientos, actitudes, conductas, y en su caso políticas y programas, que confluyen en una persona, organismo o sistema que le capacitan para trabajar (convivir, ser implementado, etc.) con eficacia en contextos interculturales. Por tanto, la competencia cultural puede estar referida a ciudadanos, profesionales de los servicios, políticos, a un barrio, centro de salud o de servicios sociales, o al sistema jurídico, educativo, etc La competencia cultural es un constructo complejo y no sólo por las múltiples dimensiones que la configuran, sino también porque es al mismo tiempo un proceso y un resultado. Hayes (1991) la concibe con una estructura dinámica que se mueve en un eje en el que representa los continuos progresos (avances) que realizan las personas (instituciones, sistemas, etc.) hasta alcanzar el grado óptimo de funcionamiento en contextos culturales (Figura 1).

De acuerdo con este autor, la adquisición de una competencia cultural eficaz es el resultado de un proceso de desarrollo de capacidad que no sigue un modelo lineal. Cada persona (sistema, institución, programa, etc.) progresa con un ritmo y trayectoria determinada, afrontando sus propios contratiempos y logrando mejoras específicas en cada una de las etapas

Además, los distintos ámbitos que abarca el logro competencial cultural (género, etnia, orientación sexual, etc.) suelen seguir patrones diferentes de logro (en tiempo e intensidad) en un sujeto dado. De esta forma, es frecuente encontrar personas (instituciones, sistema, etc.) que alcanzan una alta competencia cultural en relación a la perspectiva de género, por ejemplo, y se mantienen incapaces en otros contextos: interétnico, político, religioso, etc. Como proceso, y desde el ámbito de la intervención social, la competencia cultural profesional supone la continua mejora en el reconocimiento de las dimensiones culturales del trabajo (clínico, social, educativo, etc.). Ello incluye: (1) la aceptación de las diferencias intergrupales en la forma de ver el mundo, los problemas sociales, la salud, los efectos del racismo y la opresión, etc.; (2) la capacidad para tratar a las personas (usuarios, alumnos, pacientes, etc.) con flexibilidad y sensibilidad cultural; y (3) la capacidad para entender las propias ideas, predisposiciones y reacciones. En consecuencia, la competencia cultural implica las siguientes dimensiones (Campinha-Bacote, 1998; Sue, Arredondo y McDavis, 1992):
1) conciencia de las propias actitudes y creencias, 2) conocimiento acerca de las diferencias culturales entre los diversos grupos en que se manifiesta la diversidad humana, 3) habilidades para trabajar con esos grupos diversos, 4) la necesidad de una efectiva inter acción con los miembros de otros grupos en específicos encuentros culturales. Además de estas cuatro dimensiones, Manuel Francisco Martínez, Julia Martínez y Visitación Calzado Intervención Psicosocial, 2006, vol. 15 n.º 3 335 Figura 1. La competencia cultural como continuum (Hayes, 1991).

Campinha-Bacote (2002) cree que también es importante tener en cuenta el deseo cultural, es decir, el grado de la motivación de la persona (o del profesional) para comprometerse en el proceso de adquisición de conciencia, conocimientos y habilidades culturalmente adecuadas para trabajar con grupos humanos de diversos background cultural. De acuerdo con la autora, este deseo debe ser genuino y auténtico, fruto de una aspiración del profesional y no sólo de haber asumido la obligación de tener que implicarse en ese proceso de cambio. El conjunto de estos elementos se configuran en un modelo dinámico según el cual el proceso de adquisición de competencia cultural resulta de la intersección de todos ellos (Figura 2). 

De acuerdo con este modelo, y en relación con la atención a grupos minoritarios de distinto background cultural, una autoevalución de la competencia cultural de los profesionales de la intervención social supone contestar a preguntas claves como: (1) ¿Soy consciente de mis sesgos personales y prejuicios hacia grupos culturales diferentes del mío?; (2) ¿Tengo las habilidades necesarias para realizar una evaluación cultural y diseñar un plan de acción culturalmente sensible?; (3) ¿Tengo conocimientos significativos de los elementos más importantes de la cultural del usuario y de la diversidad humana en general?; (4) ¿Cuántos encuentros cara a cara he tenido con usuarios de distinto backgroud cultural?; y (5) ¿Cómo es de genuino mi deseo de querer ser culturalmente competente? La competencia cultural puede convertirse en el futuro en el constructor de mayor relieve para lograr una prestación de servicios sensible a la diversidad. Sin embargo, para alcanzar este objetivo debe tener un mayor desarrollo desde esta concepción comprensiva que acabamos de exponer hacia una verdadera y efectiva práctica. 

En este sentido, Sue (2006) ha planteado recientemente algunos interrogantes que representan un reto para profesionales e investigadores para los próximos años: (1) Si la competencia cultural implica conocimiento, ¿es posible conocer todas las culturas?, ¿Cuánto y qué conocimiento cultural es el necesario?; (2) ¿Existen diferentes competencias en función de los grupos minoritarios de referencia?, o ¿la competencia cultural reside en el individuo (profesional) independientemente de dichos grupos?; (3) Si la competencia cultural es un constructo multidimensional, ¿son todas sus dimensiones igual de importantes?. Para ayudar a contestar a estas preguntas en relación a la prestación de servicios, en los siguientes apartados se profundizará en los distintos componentes de la competencia cultural.

CONCIENCIA CULTURAL.

Como ocurre en cualquier persona, el profesional de la intervención social se ve influenciado en la conformación de su visión del mundo por su propio contexto cultural de pertenencia (Pedersen, 2000; Sue, Arredondo y McDavis, 1992). Por ello, tiene que aprender a reconocer que esa pertenencia a grupos (culturales) específicos puede conducirle a adoptar actitudes y/o creencias que tengan una influencia negativa sobre su manera de interactuar con individuos (usuarios, clientes, compañeros, etc.) que pertenecen a grupos culturalmente distintos (por nacionalidad, etnia, religión, género, etc.). Si en la prestación de servicios están implicadas la manera de percibir al usuario, sus problemas y la relación profesional que con él se establece (Sue, Ivey y Pedersen, 1996), la conciencia cultural será el proceso a través del cual el profesional llega a respetar, apreciar y ser sensible hacia los valores, creencias, estilos de vida, prácticas, estrategias para resolver problemas, etc. de la cultura del usuario.

Este proceso implica un continuo examen de los propios sesgos y prejuicios hacia otras culturas, así como una exploración en profundidad del propio background cultural. Sin ser consciente de los valores de nuestra propia cultura y sus implicaciones prácticas, corremos el riesgo practicar una imposición cultural (Leininger, 1978). En este sentido se ha señalado que en la psicoterapia tradicional subyacen una serie de conflictos relacionados con ciertos valores sostenidos por algunos grupos minoritarios (Nagayama-Hall, 2001). Así, por ejemplo, el tratamiento psicológico convencional tiende a promover los valores propios de la cultura individualista: autonomía individual, competitividad, límites nítidos entre el self y los otros, emociones ego centradas, asertividad, locus of control interno, etc.; por el contrario, algunos grupos socializan a sus miembros en los valores propios de la cultura colectivista: armonía con el grupo, cooperación, self interdependiente, conexión con los valores grupales; valoración del logro grupal, fomento de la equidad, etc. El problema puede surgir no tanto de la preferencia que tenga el profesional hacia ciertas personas, orientaciones sociales, modelos, valores etc., sino que evalúe como negativas otras preferencias y actúe en consecuencia.

Desde la Psicología Social se ha puesto de manifiesto que las percepciones que tenemos de los miembros de los otros grupos, y del mundo en general, se conforman y se estructuran a través del proceso psicológico de la categorización social (Tajfel y Turner, 1986, Fiske, 1998). A través de ella se asocian rasgos y comportamientos a grupos determinados siguiendo una serie de leyes o normas tales como: (1) Los individuos perciben más homogéneos a los miembros de su propio (endo) grupo y exageran las diferencias respecto de los miembros de los demás (exo) grupos; y (2) Esta distinción conlleva al mismo tiempo un cierto favoritismo hacia los miembros del endogrupo (sesgo endogrupal). Esta forma de proceder se hace de forma inconsciente y puede resultar problemática (y conducir al prejuicio, discriminación, exclusión, etc.) cuando un grupo tiene más poder que otro (profesionales vs usuarios, por ejemplo), o cuando los recursos que hay en un determinado contexto no están repartidos equitativamente (población autóctona vs inmigrante). Por ello, se debe aceptar que la interpretación que hace el profesional de algunas conductas de las personas (relacionadas con la salud/enfermedad, por ejemplo) pueda ser inconscientemente prejuiciosa y esté influenciada por estereotipos negativos, elementos constitutivos del proceso de categorización social.

La conciencia cultural debe ser un elemento crítico en el proceso de actualización formativa de los profesionales de los servicios sociales, de salud, educativos, etc. y les debe conducir desde el etnocentrismo a un etnorelativismo cultural, sin que esto signifique que han de ser aceptadas todas las prácticas culturales. Como ya se ha indicado, implica la adquisición de conocimientos (valores, creencias, patrones de conducta, etc.) acerca de sus propios entornos culturales (social vs político, oprimido vs privilegiado, etc.) que han influido sus actitudes, estereotipos, ideas preconcebidas, comportamiento, etc. Al tratarse de cuestiones especialmente delicadas, y en la que los profesionales pueden sentirse vulnerables, los procesos de aprendizaje en este área deben hacerse en un clima abierto, positivo y de total confianza.

En la literatura especializada se han descrito diversas estrategias para amortiguar (y/o reducir) el sesgo endogrupal y mejorar de esta forma las relaciones intergrupales. Una de ellas se refiere a la adopción de una perspectiva daltónica alnteraccionar con personas de otra etnia, género, etc. minimizando las diferencias (políticas, étnicas, etc.) y poniendo el énfasis en los aspectos universales del comportamiento (APA, 2003). De esta forma se puede disminuir la desigualdad al minimizar el pensamiento categórico, el uso de estereotipos, la preferencia por el endogrupo, etc. Sin embargo, los datos de la investigación en el área no son del todo concluyentes y el ignorar las diferencias integrupales puede conducir, como efecto no deseado, a un status quo en el que no necesariamente se produce un tratamiento equitativo entre grupo mayoritario y minoritario (Schofield, 1986; Wolsko, Park, Judd y Wittenbrink, 2000).

Siguiendo las recomendaciones de la American Psychological Association, para reducir los estereotipos y prejuicios de los profesionales de la intervención social (APA,2003), se pueden utilizar las siguientes estrategias: (1) mejorar el conocimiento de las propias creencias, valores, actitudes etc.; (2) esforzarse y ejercitarse para cambiar las percepciones automáticas positivas para el endogrupo y negativas para el exogrupo; (3) percibir a las personas como individuos y no como miembros de un grupo; (4) cambiar la percepción de nosotros vs ellos por la de nosotros; y (5) recategorizar a los miembros del exogrupo como miembros del endogrupo. Estos modelos son útiles sólo cuando el profesional se esfuerza por ser más abierto y trabaja para mejorar la comunicación interpersonal.


Fuente: www.nami.org

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