En
sentido amplio la cultura puede ser entendida como el patrón integrado de
conductas humanas –pensamientos, comunicación, prácticas, costumbres, creencias,
valores, instituciones, etc. de grupos específicos definidos por dimensiones
como la etnia, género, nacionalidad, status socioeconómico, opción sexual,
religiosa o política, etc. Por su parte, la competencia se refiere, con
carácter general, a la habilidad para funcionar eficazmente.
En consecuencia, se
puede definir competencia cultural como el conjunto de conocimientos,
actitudes, conductas, y en su caso políticas y programas, que confluyen en una
persona, organismo o sistema que le capacitan para trabajar (convivir, ser
implementado, etc.) con eficacia en contextos interculturales. Por
tanto, la competencia cultural puede estar referida a ciudadanos, profesionales
de los servicios, políticos, a un barrio, centro de salud o de servicios
sociales, o al sistema jurídico, educativo, etc La competencia cultural es un
constructo complejo y no sólo por las múltiples dimensiones que la configuran,
sino también porque es al mismo tiempo un proceso y un resultado. Hayes
(1991) la concibe con una estructura dinámica que se mueve en un eje en el que
representa los continuos progresos (avances) que realizan las personas
(instituciones, sistemas, etc.) hasta alcanzar el grado óptimo de
funcionamiento en contextos culturales (Figura 1).
De acuerdo con este autor, la
adquisición de una competencia cultural eficaz es el resultado de un proceso de
desarrollo de capacidad que no sigue un modelo lineal. Cada persona
(sistema, institución, programa, etc.) progresa con un ritmo y trayectoria
determinada, afrontando sus propios contratiempos y logrando mejoras
específicas en cada una de las etapas.
Además, los distintos ámbitos que abarca
el logro competencial cultural (género, etnia, orientación sexual, etc.) suelen
seguir patrones diferentes de logro (en tiempo e intensidad) en un sujeto dado.
De esta forma, es frecuente encontrar personas (instituciones, sistema, etc.)
que alcanzan una alta competencia cultural en relación a la perspectiva de
género, por ejemplo, y se mantienen incapaces en otros contextos: interétnico,
político, religioso, etc. Como proceso, y desde el ámbito de la intervención
social, la competencia cultural profesional supone la continua mejora en el
reconocimiento de las dimensiones culturales del trabajo (clínico, social,
educativo, etc.). Ello incluye: (1) la aceptación de las diferencias
intergrupales en la forma de ver el mundo, los problemas sociales, la salud,
los efectos del racismo y la opresión, etc.; (2) la capacidad para tratar a las
personas (usuarios, alumnos, pacientes, etc.) con flexibilidad y sensibilidad
cultural; y (3) la capacidad para entender las propias ideas, predisposiciones
y reacciones. En consecuencia, la competencia cultural implica las siguientes
dimensiones (Campinha-Bacote, 1998; Sue, Arredondo y McDavis, 1992):
1)
conciencia de las propias actitudes y creencias, 2) conocimiento acerca de las
diferencias culturales entre los diversos grupos en que se manifiesta la
diversidad humana, 3) habilidades para trabajar con esos grupos diversos, 4) la
necesidad de una efectiva inter acción con los miembros de otros grupos en
específicos encuentros culturales.
Además de estas cuatro dimensiones, Manuel Francisco Martínez, Julia Martínez y
Visitación Calzado Intervención Psicosocial, 2006, vol. 15 n.º 3 335 Figura 1.
La competencia cultural como continuum (Hayes, 1991).
Campinha-Bacote (2002) cree que
también es importante tener en cuenta el deseo cultural, es decir, el grado de
la motivación de la persona (o del profesional) para comprometerse en el
proceso de adquisición de conciencia, conocimientos y habilidades culturalmente
adecuadas para trabajar con grupos humanos de diversos background cultural. De
acuerdo con la autora, este deseo debe ser genuino y auténtico, fruto de una
aspiración del profesional y no sólo de haber asumido la obligación de tener
que implicarse en ese proceso de cambio. El conjunto de estos elementos
se configuran en un modelo dinámico según el cual el proceso de adquisición de
competencia cultural resulta de la intersección de todos ellos (Figura 2).
De
acuerdo con este modelo, y en relación con la atención a grupos minoritarios de
distinto background cultural, una autoevalución de la competencia cultural de
los profesionales de la intervención social supone contestar a preguntas claves
como: (1) ¿Soy consciente de mis sesgos personales y prejuicios hacia
grupos culturales diferentes del mío?; (2) ¿Tengo las habilidades necesarias
para realizar una evaluación cultural y diseñar un plan de acción culturalmente
sensible?; (3) ¿Tengo conocimientos significativos de los elementos más
importantes de la cultural del usuario y de la diversidad humana en general?;
(4) ¿Cuántos encuentros cara a cara he tenido con usuarios de distinto
backgroud cultural?; y (5) ¿Cómo es de genuino mi deseo de querer ser
culturalmente competente? La competencia cultural puede convertirse en
el futuro en el constructor de mayor relieve para lograr una prestación de
servicios sensible a la diversidad. Sin embargo, para alcanzar este objetivo
debe tener un mayor desarrollo desde esta concepción comprensiva que acabamos
de exponer hacia una verdadera y efectiva práctica.
En este sentido,
Sue (2006) ha planteado recientemente algunos interrogantes que representan un
reto para profesionales e investigadores para los próximos años: (1) Si la
competencia cultural implica conocimiento, ¿es posible conocer todas las
culturas?, ¿Cuánto y qué conocimiento cultural es el necesario?; (2) ¿Existen
diferentes competencias en función de los grupos minoritarios de referencia?, o
¿la competencia cultural reside en el individuo (profesional)
independientemente de dichos grupos?; (3) Si la competencia cultural es un
constructo multidimensional, ¿son todas sus dimensiones igual de importantes?.
Para ayudar a contestar a estas preguntas en relación a la prestación de
servicios, en los siguientes apartados se profundizará en los distintos
componentes de la competencia cultural.
CONCIENCIA CULTURAL.
Como
ocurre en cualquier persona, el profesional de la intervención social se ve
influenciado en la conformación de su visión del mundo por su propio contexto
cultural de pertenencia (Pedersen, 2000; Sue, Arredondo y McDavis, 1992).
Por ello, tiene que aprender a reconocer que esa pertenencia a grupos
(culturales) específicos puede conducirle a adoptar actitudes y/o creencias que
tengan una influencia negativa sobre su manera de interactuar con individuos
(usuarios, clientes, compañeros, etc.) que pertenecen a grupos culturalmente
distintos (por nacionalidad, etnia, religión, género, etc.). Si en la
prestación de servicios están implicadas la manera de percibir al usuario, sus
problemas y la relación profesional que con él se establece (Sue, Ivey y
Pedersen, 1996), la conciencia cultural será el proceso a través del cual el profesional
llega a respetar, apreciar y ser sensible hacia los valores, creencias, estilos
de vida, prácticas, estrategias para resolver problemas, etc. de la cultura del
usuario.
Este
proceso implica un continuo examen de los propios sesgos y prejuicios hacia
otras culturas, así como una exploración en profundidad del propio background
cultural. Sin ser consciente de los valores de nuestra propia cultura y sus
implicaciones prácticas, corremos el riesgo practicar una imposición cultural
(Leininger, 1978). En este sentido se ha señalado que en la
psicoterapia tradicional subyacen una serie de conflictos relacionados con
ciertos valores sostenidos por algunos grupos minoritarios (Nagayama-Hall,
2001). Así, por ejemplo, el tratamiento psicológico convencional tiende a promover los valores propios de la cultura
individualista: autonomía individual, competitividad, límites nítidos entre el
self y los otros, emociones ego centradas, asertividad, locus of control
interno, etc.; por el contrario, algunos
grupos socializan a sus miembros en los valores propios de la cultura
colectivista: armonía con el grupo, cooperación, self interdependiente,
conexión con los valores grupales; valoración del logro grupal, fomento de la
equidad, etc. El problema puede surgir no tanto de la preferencia que tenga el
profesional hacia ciertas personas, orientaciones sociales, modelos, valores
etc., sino que evalúe como negativas otras preferencias y actúe en
consecuencia.
Desde
la Psicología Social se ha puesto de manifiesto que las percepciones que
tenemos de los miembros de los otros grupos, y del mundo en general, se
conforman y se estructuran a través del proceso psicológico de la
categorización social (Tajfel y Turner, 1986, Fiske, 1998). A través de ella se
asocian rasgos y comportamientos a grupos determinados siguiendo una serie de
leyes o normas tales como: (1) Los individuos perciben más homogéneos a los
miembros de su propio (endo) grupo y exageran las diferencias respecto de los
miembros de los demás (exo) grupos; y (2) Esta distinción conlleva al mismo
tiempo un cierto favoritismo hacia los miembros del endogrupo (sesgo
endogrupal). Esta forma de proceder se hace de forma inconsciente y puede
resultar problemática (y conducir al prejuicio, discriminación, exclusión,
etc.) cuando un grupo tiene más poder que otro (profesionales vs usuarios, por
ejemplo), o cuando los recursos que hay en un determinado contexto no están
repartidos equitativamente (población autóctona vs inmigrante). Por ello, se
debe aceptar que la interpretación que hace el profesional de algunas conductas
de las personas (relacionadas con la salud/enfermedad, por ejemplo) pueda ser
inconscientemente prejuiciosa y esté influenciada por estereotipos negativos,
elementos constitutivos del proceso de categorización social.
En
la literatura especializada se han descrito diversas estrategias para
amortiguar (y/o reducir) el sesgo endogrupal y mejorar de esta forma las
relaciones intergrupales. Una de ellas se refiere a la adopción de una
perspectiva daltónica alnteraccionar con personas de otra etnia, género, etc.
minimizando las diferencias (políticas, étnicas, etc.) y poniendo el énfasis en
los aspectos universales del comportamiento (APA, 2003). De esta forma se puede
disminuir la desigualdad al minimizar el pensamiento categórico, el uso de
estereotipos, la preferencia por el endogrupo, etc. Sin embargo, los datos de
la investigación en el área no son del todo concluyentes y el ignorar las
diferencias integrupales puede conducir, como efecto no deseado, a un status
quo en el que no necesariamente se produce un tratamiento equitativo entre
grupo mayoritario y minoritario (Schofield, 1986; Wolsko, Park, Judd y
Wittenbrink, 2000).
Siguiendo
las recomendaciones de la American Psychological Association, para reducir los
estereotipos y prejuicios de los profesionales de la intervención social
(APA,2003), se pueden utilizar las siguientes estrategias: (1) mejorar el conocimiento de
las propias creencias, valores, actitudes etc.; (2) esforzarse y ejercitarse
para cambiar las percepciones automáticas positivas para el endogrupo y
negativas para el exogrupo; (3) percibir a las personas como individuos y no
como miembros de un grupo; (4) cambiar la percepción de nosotros vs ellos por
la de nosotros; y (5) recategorizar a los miembros del exogrupo como miembros
del endogrupo. Estos modelos son útiles sólo cuando el profesional se
esfuerza por ser más abierto y trabaja para mejorar la comunicación
interpersonal.
Fuente: www.nami.org
Está buenísima la info!
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