lunes, 15 de julio de 2019

Calidad Educativa en el Perú: Una verdad o una Falacia





 
Calidad Educativa en el Perú: Una verdad o una Falacia

Perú es un país en donde las desigualdades se han convertido en barreras invisibles, que si no los vemos a tiempo puede que sea tarde en el plan de vivir juntos. Según Vega (2017), la desigualdad en una sociedad se expresa en los accesos inequitativos a las diferentes oportunidades que pueden permitirnos un desarrollo humano pleno. En ese sentido, en las sociedades contemporáneas “asegurar el acceso a la educación se considera como una vía para abatir la pobreza y la desigualdad social” (Márquez, 2016, p. 3).
En el Perú existe poco más de 109.000 instituciones educativas públicas y privadas; 1.602 colegios de Jornada Escolar Completa (JEC); 8.4 millones de estudiantes, de ellos, se estima que unos 5.5 pertenecen a instituciones educativas públicas, de los cuales el 24% de estudiantes están matriculados en zonas rurales (La República, 2016a; 2017b); según el Censo Escolar de 2015, existen alrededor de 523.304 docentes, del total, el 67.1% se encuentra en el sector público (de esta proporción, el 73.7% se encuentra en la zona urbana y un 26.3% en la rural) y el restante, pertenece al privado (32.9%, de este total el 98.4% se ubica en la área urbana) (RPP, 2016b); al mismo tiempo, las cifras señalan que 34.000 docentes prestan labor a 16.600 escuelas bilingües en los tres niveles con una población de un millón 84.000 estudiantes, siendo ésta, una limitante en la cobertura educacional (León, 2014) en un país de carácter multicultural; además, se tiene un aproximado de 10.000 escuelas rurales unidocentes, donde un solo profesor enseña a alumnos de diferentes grados educativos en una misma aula (Perú21, 2016). Los reportes que se tienen, geolocalizan a la educación en el Perú, como uno de los temas más detonantes y complejos al momento de ser abordados en la política nacional y desde sus formas descentralizadas.

De este universo, con un total de 27.430 millones de soles, que representa el 17.5% del presupuesto público 2018. El Estado ha asignado al sector educativo la difícil tarea de cubrir y fortalecer la capacitación de docentes y directores, de mejorar la calidad de enseñanza e implementar de infraestructura educativa pública (El Peruano, 2017). Sin embargo, en ese contexto se evidencia que el Perú, según la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), invierte por alumno de secundaria 7 veces menos que el promedio de 50 países (La República, 2016); y si de disimilitudes se habla, según el Ministerio de Educación (MINEDU), solo el 40% de colegios a nivel nacional cuenta con Internet. La brecha tecnológica se intensifica en las zonas rurales, ya que, en estas regiones, el 90% de primaria y aproximadamente el 73% del nivel secundario, están aisladas del mundo global (RPP, 2016a; La República, 2016b), con este antecedente la tesis de la “sociedad red” no encuentra lugar en estas regiones; asimismo, de la totalidad, 49 mil colegios se encuentran en mal estado o carecen de una infraestructura con los estándares técnicos (La República, 2016c). Tales segregaciones escolares desfavorecen a los más vulnerables e impide “que en toda clase de escuelas haya personas con ‘voz’ en la sociedad” (García-Huidobro, 2012, p. 28).
Según Fernando Horna, sólo en Lima coexisten 8.047 instituciones educativas de primaria y secundaria, de las cuales más de 6.000 son privadas y poco más de 1.800 son estatales (El Comercio, 2014). Dichas expansiones masivas de instituciones privadas responden a un déficit en la educación pública (Silva, 2016). Aparte de ello, esto no solo demuestra el alto índice de mercantilismo académico y del crecimiento exponencial de la demografía educativa, sino de las limitaciones de una educación inclusiva democrática y de la segregación escolar que se viene formando en un país gravitado por desigualdades.

Hay que tener en cuenta, que los estudios “confirman ampliamente al entorno socioeconómico del alumno como el mayor determinante del riesgo académico” (Muelle, 2016, p. 35). A esto se suma el investigador argentino Axel Rivas, quien señala que la condición social de los estudiantes es la primera explicación y la determinante de sus resultados de aprendizaje (Gestión, 2015). Tal diferencia se traduce en el rendimiento escolar, ya que según “los resultados de PISA 2012, el 25% de los estudiantes más ricos supera en cerca de 2.5 años de escolaridad en educación secundaria a los 25% más pobres” (OCDE, 2016, p. 14). Las brechas entre el aprendizaje son aún más pronunciadas en niños que estudian en ciudades que al de los del campo. Ya que, en este último, según la publicación de Evaluación Censal de Estudiantes

(ECE) del 2016, de “542 mil 878 alumnos de segundo grado de primaria de todo el país. En colegios de zona urbana, el 50.9% de los niños evaluados lograron alcanzar el nivel satisfactorio en lectura, pero en colegios de zonas rurales solo fue el 16.5%” (La República, 2017a). Más allá de que las disparidades tengan una imagen de ingreso económico y de rendimiento escolar, las grietas se hacen más visibles por patrones culturales (Benavides, 2004), el idioma originario, la estructura familiar o el de asistir a una escuela de condiciones precarias (Muelle, 2016).

urbano sobre el “Otro” –se hace referencia a los niños de condiciones vulnerables y que, en su mayoría, forman parte de una escuela rural–. Siendo ellos, uno de los actores pedagógicos por el cual gira el sistema educativo. Este análisis nos da la oportunidad de repensar la educación desde los espacios del sentir de los adolescentes. Y son justamente esos espacios y dimensiones que posibilitan reconocer los temas que les afectan, y a partir de ello, innovar la mejora de la calidad educativa (Castro & Manzanares, 2016), configurar un nuevo horizonte para la educación o de elaborar una nueva agenda que incluya a todos sin que nadie se quede atrás. Ya que, sin lugar a dudas, construir sociedades más justas, es uno de los desafíos del mañana (Tedesco, 2017).

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