Calidad
Educativa en el Perú: Una verdad o una Falacia
Perú es un país en
donde las desigualdades se han convertido en barreras invisibles, que si no los
vemos a tiempo puede que sea tarde en el plan de vivir juntos. Según Vega
(2017), la desigualdad en una sociedad se expresa en los accesos inequitativos
a las diferentes oportunidades que pueden permitirnos un desarrollo humano
pleno. En ese sentido, en las sociedades contemporáneas “asegurar el acceso a
la educación se considera como una vía para abatir la pobreza y la desigualdad
social” (Márquez, 2016, p. 3).
En el Perú existe poco
más de 109.000 instituciones educativas públicas y privadas; 1.602 colegios de
Jornada Escolar Completa (JEC); 8.4 millones de estudiantes, de ellos, se
estima que unos 5.5 pertenecen a instituciones educativas públicas, de los
cuales el 24% de estudiantes están matriculados en zonas rurales (La República,
2016a; 2017b); según el Censo Escolar de 2015, existen alrededor de 523.304
docentes, del total, el 67.1% se encuentra en el sector público (de esta
proporción, el 73.7% se encuentra en la zona urbana y un 26.3% en la rural) y
el restante, pertenece al privado (32.9%, de este total el 98.4% se ubica en la
área urbana) (RPP, 2016b); al mismo tiempo, las cifras señalan que 34.000
docentes prestan labor a 16.600 escuelas bilingües en los tres niveles con una
población de un millón 84.000 estudiantes, siendo ésta, una limitante en la
cobertura educacional (León, 2014) en un país de carácter multicultural;
además, se tiene un aproximado de 10.000 escuelas rurales unidocentes, donde un
solo profesor enseña a alumnos de diferentes grados educativos en una misma
aula (Perú21, 2016). Los reportes que se tienen, geolocalizan a la educación en
el Perú, como uno de los temas más detonantes y complejos al momento de ser
abordados en la política nacional y desde sus formas descentralizadas.
De este universo, con
un total de 27.430 millones de soles, que representa el 17.5% del presupuesto
público 2018. El Estado ha asignado al sector educativo la difícil tarea de
cubrir y fortalecer la capacitación de docentes y directores, de mejorar la
calidad de enseñanza e implementar de infraestructura educativa pública (El
Peruano, 2017). Sin embargo, en ese contexto se evidencia que el Perú, según la
Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), invierte por alumno
de secundaria 7 veces menos que el promedio de 50 países (La República, 2016);
y si de disimilitudes se habla, según el Ministerio de Educación (MINEDU), solo
el 40% de colegios a nivel nacional cuenta con Internet. La brecha tecnológica
se intensifica en las zonas rurales, ya que, en estas regiones, el 90% de
primaria y aproximadamente el 73% del nivel secundario, están aisladas del
mundo global (RPP, 2016a; La República, 2016b), con este antecedente la tesis
de la “sociedad red” no encuentra lugar en estas regiones; asimismo, de la
totalidad, 49 mil colegios se encuentran en mal estado o carecen de una
infraestructura con los estándares técnicos (La República, 2016c). Tales
segregaciones escolares desfavorecen a los más vulnerables e impide “que en
toda clase de escuelas haya personas con ‘voz’ en la sociedad”
(García-Huidobro, 2012, p. 28).
Según Fernando Horna,
sólo en Lima coexisten 8.047 instituciones educativas de primaria y secundaria,
de las cuales más de 6.000 son privadas y poco más de 1.800 son estatales (El
Comercio, 2014). Dichas expansiones masivas de instituciones privadas responden
a un déficit en la educación pública (Silva, 2016). Aparte de ello, esto no
solo demuestra el alto índice de mercantilismo académico y del crecimiento
exponencial de la demografía educativa, sino de las limitaciones de una
educación inclusiva democrática y de la segregación escolar que se viene
formando en un país gravitado por desigualdades.
Hay que tener en
cuenta, que los estudios “confirman ampliamente al entorno socioeconómico del
alumno como el mayor determinante del riesgo académico” (Muelle, 2016, p. 35).
A esto se suma el investigador argentino Axel Rivas, quien señala que la
condición social de los estudiantes es la primera explicación y la determinante
de sus resultados de aprendizaje (Gestión, 2015). Tal diferencia se traduce en
el rendimiento escolar, ya que según “los resultados de PISA 2012, el 25% de
los estudiantes más ricos supera en cerca de 2.5 años de escolaridad en
educación secundaria a los 25% más pobres” (OCDE, 2016, p. 14). Las brechas
entre el aprendizaje son aún más pronunciadas en niños que estudian en ciudades
que al de los del campo. Ya que, en este último, según la publicación de
Evaluación Censal de Estudiantes
(ECE) del 2016, de “542
mil 878 alumnos de segundo grado de primaria de todo el país. En colegios de
zona urbana, el 50.9% de los niños evaluados lograron alcanzar el nivel
satisfactorio en lectura, pero en colegios de zonas rurales solo fue el 16.5%”
(La República, 2017a). Más allá de que las disparidades tengan una imagen de
ingreso económico y de rendimiento escolar, las grietas se hacen más visibles
por patrones culturales (Benavides, 2004), el idioma originario, la estructura
familiar o el de asistir a una escuela de condiciones precarias (Muelle, 2016).
urbano sobre el “Otro”
–se hace referencia a los niños de condiciones vulnerables y que, en su
mayoría, forman parte de una escuela rural–. Siendo ellos, uno de los actores
pedagógicos por el cual gira el sistema educativo. Este análisis nos da la
oportunidad de repensar la educación desde los espacios del sentir de los
adolescentes. Y son justamente esos espacios y dimensiones que posibilitan
reconocer los temas que les afectan, y a partir de ello, innovar la mejora de
la calidad educativa (Castro & Manzanares, 2016), configurar un nuevo
horizonte para la educación o de elaborar una nueva agenda que incluya a todos
sin que nadie se quede atrás. Ya que, sin lugar a dudas, construir sociedades
más justas, es uno de los desafíos del mañana (Tedesco, 2017).
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